Por aquel entonces yo tendría veintitantos y trabajaba en una consultora de comunicación. Me había autoeditado una primera novela y le había llevado un ejemplar a una persona que trabajaba en uno de mis clientes.
Ésta era una mujer mayor, a punto de jubilarse, con la que en un principio no me llevaba bien por sus modales secos y adustos, muchas veces desagradables. Era una mujer muy dura. Pero al cabo de unos meses, cuando nos conocimos mejor, comprendimos que los dos estábamos en el mismo barco, por así decirlo, y empezamos a llevarnos bien. Me di cuenta de que, en realidad, era una muy buena persona que decía las cosas siempre a la cara.
Pocas semanas después de haberle llevado el libro, coincidimos en la sede del cliente y le pregunté si lo había leído y ella me dijo con aparente desidia:
—Sí.
—¿Y qué te ha parecido? —pregunté.
—Bien. Escribes bien.
—Nada más? ¿No tienes ningún comentario que hacerme? No te creo.
Entonces ella me dijo:
—Al libro le falta lo mismo que te falta a ti.
Yo, la verdad, estaba cada vez más intrigado.
—¿Y qué es lo que me falta a mí? —le pregunté con la mayor de las inocencias.
Entonces ella me miró fijamente y me dijo, muy seria:
—Atrevimiento.