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Me llamo Julia López Balsera y soy psiquiatra. En 1942 recibí el encargo de ir a Santa Margarita, un pueblo cercano a Cartagena, para estudiar una serie de sucesos que la gente de allí había calificado como fenómenos extraños o paranormales.

El primero era el que llamaban la Luz del Mar. Algunas noches, los habitantes del pueblo veían desde la playa cómo, a pocas millas de la costa, una luz cálida y ambarina refulgía dentro del mismísimo mar. Era como si una linterna se hubiera sumergido o como si el sol, una vez puesto, quisiera amanecer de nuevo y se quedara durante algún tiempo bajo las aguas, cerca de la superficie, esperando a que las estrellas le dieran permiso para renacer.

La primera noche que la avistaron desde la costa, la Luz sólo se dejó ver un par de horas, y, antes de apagarse, titiló como la llama de una vela, dejando encendidos algunos miedos y todas las incógnitas sobre su procedencia.

(De El último milagro de Santa Margarita)

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Hubo un día en que fui uno de los oficiales más apreciados de la Corte. Pero, no sé si por suerte o por desgracia, me enteré de ello tarde y cuando ya no había remedio.

Ocurrió al regresar de las Indias, cuando tenía ya la muy considerable edad de treinta y cinco años, algunos dientes menos, una pierna renga que me hacía el andar torpe, y esta infame letra U marcada a fuego en mi frente. Letra que, para quien no sepa qué significa, es motivo de miedo o, peor aún, de escarnio.

Traía para el Rey los informes que él mismo me había encargado en secreto, años atrás […]

(De El secreto de los buscadores de perlas)

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Por aquel entonces, en Madrid había barrios que olían a tahona y chicos con gorrilla que vendían la prensa por la calle. La forma más rápida de moverse por la ciudad era el tranvía, pues el suburbano —inaugurado tan sólo cuatro años antes— aún tenía un trayecto de pocas estaciones. Estamos en los últimos meses de 1923, año en que el general Primo de Rivera entró en la capital una mañana de septiembre, y, a los dos días, los españoles teníamos las Cortes disueltas, un dictador más y unas cuantas libertades menos […](De Nuevas ocasiones)

Si pudiera volver más de cuarenta años en el tiempo y pudiera estar enfrente del niño que fui, le daría un abrazo y me haría su amigo. Nos reiríamos mucho, compartiríamos confidencias y le contaría algún que otro secreto. Le diría, por ejemplo, que él y yo vamos a [...]

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