El otro día, muchos años después de haber perdido la final de Lisboa, le expliqué a mi hija Mónica qué era la justicia poética. Era lunes por la tarde, yo había ido a buscarla al colegio, y ese mismo fin de semana el Atleti había ganado la Liga . Hacía una tarde soleada y maravillosa y a mí se me ocurrió una idea loca.
—La justicia poética —le expliqué a Moni— es reparar una injusticia o un hecho que dejó un mal recuerdo mediante a la realización de un acto bello.
Le expliqué que cuando Ramos marcó en Lisboa el gol en el minuto 93 (por cierto, el partido tenía que haber terminado antes), yo estaba tan enfadado que salí de casa a dar una vuelta. Dirigí mis pasos hacia la plaza del pueblo y, por el camino, pasé por una calle con balcones abiertos a través de los cuales se oía el sonido de los televisores.
Balcones
De repente, por uno de esos balcones salió un chico gritando «¡Hala Madrid! ¡Hala Madrid!» Llevaba la camiseta de su equipo, tenía el gesto duro, los brazos tensionados y los puños cerrados con fuerza. El caso es que no gritaba con alegría, sino con agresividad. Era tanta que parecía que estaba fuera de sí.
Eso fue hace muchos años, la noche de la final de Lisboa.
—Moni, te propongo que pasemos hoy por esa misma calle con el coche.
—Vale.
—Pero, hija, aquí viene el acto de justicia poética: vayamos con las ventanillas bajadas y, en el reproductor de mp3 del coche, el himno del Atleti a tope.
—¡Vale! ¡Vale!
Y así pasamos por la calle, con la música alta y nosotros dentro, cantando el himno. Los malos recuerdos, borrados para siempre.