Poco antes de divorciarme empecé a darme cuenta de que sufría repentinos ataques de sinceridad. Así, cuando algún conocido agorero me decía:
—¿Te vas a divorciar? Pufff, pues aún te queda lo peor. A mí me pasó que…
Yo le interrumpía, tajante:
—Oye, si no vas a animarme, mejor cállate.
Quizá he sido un poco borde cuando lo he dicho. Y, es más, creo que he roto un par de amistades por este motivo.
Pero los ataques de sinceridad que experimenté entonces también me trajeron otro tipo de cosas buenas.
Por ejemplo: emprendí la particular cruzada de decir a todos mis amigos que les quería. Las chicas se sinceran y se apoyan entre ellas a menudo, y creo que los varones debemos aprender más de la sensatez femenina.
A mi amigo Diego le dije unas cuantas veces que le quería, y él me devolvió las mismas palabras con idéntico cariño.
A mi amigo Ricardo también se lo dije. Fue él, por cierto, quien a la tercera o cuarta vez me espetó:
—Vale, vale, que yo también te quiero mucho, colega. Pero vamos a dejarnos de gilipolleces porque vamos a terminar chupándonos las pollas.
Creo que más directo y sincero no puede ser. Y yo ya estoy en una edad en que me gustan las cosas sencillas, directas y sinceras.
Mi amigo David Colomer, que es Míster T (T de Testosterona), me contestó cuando yo le dije que le quería: «Yo también te quiero«. Pero, claro, como quizá eso era demasiado sensibloide añadió otra palabra. Y quedó de este modo. Os lo juro:
—Yo también te quiero, cabronazo.
No hay nada como tener amigos sensibles.
Ah, si tú estás allí al otro lado de la pantalla y me lees, tengo que decirte algo: que yo también te quiero.
(*) Créditos de la imagen: Fotograma de Un día en Nueva York (Stanley Donen y Gene Kelly, 1949)