En el pueblo donde vivo hay una zona a la que todo el mundo llama el Bronx. Colinda (qué paradoja) con el cuartel de la Guardia Civil y un colegio. Es una zona especial, de casas de construcción muy barata, con ventanas pequeñas y calle sin asfaltar. En verano siempre hay gente sentada en la puerta de las casas.
Nunca he sentido miedo de pasar por allí. Es más, me he sentido siempre muy seguro. No te engañes: no es que yo sea muy valiente. Es que quien vive en el Bronx no quiere problemas dentro del Bronx.
Esta tarde he ido hasta las afueras del pueblo caminando a paso rápido y he pasado por esa zona. Varias familas estaban celebrando el cumpleaños de unos niños. Habían sacado varias mesas y sillas de camping. Había aperitivos en platos de plástico y botellas grandes de refrescos. Todo comprado en un supermercado cercano. Los niños tenían globos. Muchos cantaban. Cuando terminaba de pasar de largo, las dos o tres familas que celebraban el cumpleaños posaron para una foto. Sonreían todos.
Y, siendo el Bronx, era la misma felicidad que he visto en otros puntos del pueblo, en otros puntos de la ciudad. Y he sentido –no me preguntéis por qué–, que, en ese momento, con esa reunión tan sencilla, se estaba celebrando algo verdadero y que los niños de las familias lo iban a recordar mucho tiempo.