En el barrio había una ley no escrita: los chavales (niños y niñas) debíamos acompañar a nuestras madres al mercado. Así cargábamos con las bolsas o con los carritos y ellas no cogían peso.
Por entonces, en el barrio, era costumbre entre las madres hacer la compra a diario o cada dos días. Para ellas era una forma de socializar, de encontrarse en el mercado con las vecinas de toda la vida. No exagero: mi madre, como muchísimas personas de su generación, nació en su casa. Y había vecinas octogenarias y nonagenarias que siempre nos recordaban que la habían visto nacer y dar sus primeros pasos. «Y fíjate cómo ya tienes a tus hijos. Cómo pasa el tiempo».
Una especie de mindfulness
A mí me encantaba ir al mercado con mi madre. Nunca discutimos allí. Hoy cualquier experto en relajación diría que estábamos haciendo mindfulness, pues no pensábamos en nada, disfrutábamos del momento, apreciábamos los colores de las frutas, los olores de las verduras, las conversaciones de clientas, el brillo metálico del pescado sobre el hielo. Caminábamos a paso lento, mirando los puestos de un lado y otro de la galería. De vez en cuando, una pescadera decía «¡¡¡Carmen, mira qué merluzaaaa!!!» (lo decía así, arrastrando la a). O un carnicero preguntaba: «¿Te pongo algo hoy, Carmen?»
Todos los tenderos y tenderas conocían a mi madre y la llamaban por su nombre. En realidad, todos los tenderos conocían a todas las clientas: su nombre, sus manías, cómo querían la carne, la fruta, qué pescado llevaban. Porque en ese conocimiento estaba la base de su éxito.
¿Y qué me decís de cuando nuestras madres pedían cuarto y mitad de tal o cual producto? Cuarto y mitad: 375 gramos.
—Carmen, me he pasado un poquito —decía un charcutero tras cortar un poco más de jamón york y ponerlo en el peso—. ¿Te importa?
—Claro que no.
Mi madre me enseñó la importancia de los matices para generar confianza.
Hay sitio para todos
El otro día visité el mercado del barrio de mi infancia con mi mujer y mi hija pequeña. Antaño era un viejo mercado de dos plantas. Hoy la de arriba se ha modernizado y pertenece a un supermercado. La de abajo sigue casi igual que antes. El ochenta por ciento de los puestos se mantienen, muchos de ellos con sus dueños originales (ya muy seniors) o con sus hijos. Algunos se han adaptado a los tiempos. Por ejemplo, muchos bares son ahora pequeños gastro-bares, casi-casi minimalistas, donde se puede comer de forma rápida algo rico y barato.
Y me di cuenta de algo muy importante: una pequeña frutería, por ejemplo, está justo al lado de una más grande. Pero no pasa absolutamente nada, pues cada una tiene su público y cada tendero sabe qué dar a cada uno de sus clientes. Todo microcosmos tiene su orden, su valor y su sentido, y hay sitio para todos.
Y también recordé un detalle que se me había olvidado. Antes se fiaba. Es decir, cuando yo era pequeño y mi madre, por estar haciendo otras cosas de la casa, no podía ir al mercado me decía: «Ve al mercado, pide esto y esto y dile a X que yo se lo pagaré mañana». Yo iba al mercado, buscaba al tendero X, le decía el mensaje de mi madre y él me atendía igual que siempre. Y antes de marcharme me recordaba: «Dile a tu madre que sin problema, que me pague cuando pueda».
Eran otros tiempos. Eran vidas de barrio, que de vez en cuando echo de menos. Quizá me esté haciendo mayor.
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Que recuerdos tan bonitos. Me encanta!!!
Muchísimas gracias por leerlo, Sonia!!!
Muy agradable y entrañable amigo
Gracias, amigo 😉
Cuanta verdad amigo, cuanta verdad. Nos hemos ido al otro extremo, nos falta un céntimo para quitarnos la calderilla y nos miran mal.
Muchas veces echo de menos aquellas épocas. La urbanidad hacía las cosas más fáciles y los barrios eran lugares más humanos. Abrazo enorme, José!!!
Que bonita historia, Juan Pedro. Antes los barrios eran de fiar. Tratemos de conservar un poco de ello, por nosotros mismos, seamos esa inspiración de confianza en nuestro microcosmos. ¡Abrazo!
Me encanta lo que dices. Me recuerda que para cambiar al mundo debemos empezar por nosotros mismos. Siempre inspirador, Milton, amigo 😉