Cuando mi padre era joven, poco antes de casarse, coincidía muchas veces, caminando por la calle Atocha, con un caballero de baja estatura y barba canosa, de apariencia frágil y paso corto, que a menudo vestía de negro. Mi padre dice que aquel señor siempre llevaba sombrero y que cuando alguien le saludaba, él hacía el amago de descubrirse como mandaban los cánones de la urbanidad. Aquel señor tan frágil era Jacinto Benavente. Por entonces, mi padre tenía, más o menos, veinticuatro años; Benavente, más de ochenta.
El destino ha querido que, muchos años después, mi familia y yo vivamos en un pueblo de la sierra norte de Madrid, Galapagar. Este detalle no tendría importancia si no fuera porque aquí veraneaba Benavente. En la plaza del pueblo se erige una estatua en su honor, uno de los colegios públicos lleva su nombre; y el teatro del centro cultural exhibe como si fuera una reliquia, enmarcado y en lugar preferente, uno de sus bastones.
Benavente falleció en la capital, donde la gente le despidió con todo tipo de honores. Pero, sin embargo, está enterrado en el pueblo, en el cementerio antiguo. El otro día, mi padre y yo fuimos a visitar su tumba. Nos costó encontrarla, pues aunque es grande y está ubicada en el centro del camposanto, pasa totalmente desapercibida.
Nos quedamos unos segundos leyendo su nombre. Lo hicimos en silencio, respetuosos. Benavente era aparentemente frágil, pero tuvo la valentía de defender su homosexualidad en la España de Franco.
Cuando dejábamos el lugar, mi padre volvió a recordar, admirado, cómo todo un premio Nobel se paseaba por la calle Atocha, como si nada, devolviendo el saludo, haciendo el amago de levantarse el sombrero, como mandaban los cánones de de la antigua urbanidad.
Si quieres oír la voz de don Jacinto, pulsa en este enlace de El Poder de la Palabra (por cierto, se escucha con Real Player).
Me ha impresionado mucho lo que cuentas sobre la figura de Benavente (no sabía lo de su ‘compromiso’ sexual) y sobre todo me ha parecido un cuento hermoso lo de tu padre saludándolo por la calle y ahora visitándolo en el cementerio del pueblo donde está tu nueva casa. Es una locura increíblemente hermosa, amigo mío… Te mando un beso gigante
Mi padre no le saludaba, intuyo, porque le daría muchísima vergüenza. Pero sí era testigo de cómo le saludaban y de cómo él respondía. Fue muy emotivo ir los dos a la tumba. Gracias por tu lectura, compañera.
Preciosa entrada.
Sólo dos cosas:
1ª.- Quiero recordar que, aunque en distintas promociones, fuimos compañeros de D. Jacinto. Quiero recordar que fue alumno de Bachillerato en el San Isidro, antes de ingresar en la Universidad Central de Madrid. Esto es porque vivía en la calle del León, en el barrio de las Letras.
2º.- Las localizaciones de su nacimiento y muerte las tengo yo al contrario, que nació en Madrid (C/León) y falleció en Galapagar. [No he podido confirmarlo con una enciclopedia en papel, y lo que he visto por Internet principalmente es Madrid-Madrid.]
Algunas conversaciones con gente del pueblo me llevaron a pensar lo contrario, fíjate. Siempre lo he creído así. Porque aquí se le trata como si fuera «galapagueño de pura cepa». Sea como fuere, me da la sensación de que tuvo que ser una persona excepcional. ¡Un abrazo muy fuerte, amigo!
Compañero que bien escribes. Me ha emocionado. Muy fan tuya!!
¡Yo también lo soy tuyo! Abrazo grande-grande 😉