Por entonces, Legazpi no era el barrio gentrificado que es hoy. Lo único que estaba de moda, en aquellos años 80, eran las drogas y algunas bandas juveniles. Porque entonces también existían bandas. Lo que pasaba es que aquellas escuchaban a Los Chichos o AC/DC, según gustos, y hoy escuchan otras músicas. Mirad, macarras ha habido siempre. Os juro que hubo algunos años en los que salir por el barrio solo de noche era jugar a la ruleta rusa.
Pero no nos despistemos.
Lo que hoy es Madrid Río antaño se llamó Parque de la Arganzuela. Y mi padre me llevaba allí muchos sábados y domingos por la mañana para montar en bici y jugar al fútbol. De camino pasábamos por el matadero.
Matadero, lo que es hoy ese gran centro sociocultural era, en mi niñez, un conjunto de naves que conformaban el matadero municipal de Madrid. Los camiones que transportaban las reses solían llegar el sábado o el domingo por la mañana. A mi padre le gustaba parar para ver cómo bajaban los animales de los camiones. Yo no lo comprendía, la verdad, porque a mi padre le daba mucha pena ver los corderos y terneros que en unas horas serían sacrificados. A mí también me daba mucha pena verlos, como siempre me ha dado pena ver a un ser vivo indefenso ante la crueldad de otro.
Recuerdo que una vez vimos a un toro, una res inmensa, sacar la cabeza por el ventanal de una de las naves. Fue impresionante. El morlaco parecía tranquilo. Nos miraba con la seguridad del que sabe que se va a escapar de un fatal desenlace. Muchos años después, cuando el matadero ya estaba desmantelado y mi padre y yo paseábamos por allí, nos acordábamos de aquel animal al que, pobrecillo, la seguridad le valió de poco.
Pasaron los años y Matadero se reconvirtió en un centro cultural que albergaba pequeñas empresas y viveros culturales.
Que conste que no soy bolivariano
Allá por 2005, un joven matrimonio que regentaba uno de estos viveros culturales me propuso colaborar con ellos. Evidentemente, no mencionaré sus nombres. Me presenté allí, vestido de chaqueta y todo. Business informal. Estaba ilusionado: tenía cierta gracia que pudiera trabajar o colaborar en el barrio de mi niñez. El matrimonio me recibió en una de las naves, enorme y fría, de paredes desnudas con el ladrillo a la vista. Nada más entrar, el embrujo se rompió para mí cuando recordé la función de ese lugar décadas atrás.
El matrimonio era de clase acomodada. No, no creáis que soy bolivariano. No diría esto de «clase acomodada» si no fuera porque este detalle tiene mucha importancia más adelante. Veréis.
Querían que les diseñara un plan de comunicación y que también les llevara las relaciones con la prensa. Cuando les pregunté cuánto me pagarían, me contestaron, extrañados: «Te pagaremos con visibilidad». Lo dijeron así, textualmente, cortantes, como si me hicieran un favor. Tenían dinero y querían pagarme «con visibilidad».
A ver: yo he organizado jornadas en mi universidad para mis estudiantes. Cuando he contado con patrocinadores, he pagado a los ponentes. Cuando dejé de tener patrocinadores, empecé a preguntar a los ponentes si querían venir gratis. Unos me decían que sí y otros que no. Y lo respeto. Dejé de organizar jornadas en la Carlos III porque contar con patrocinio se convirtió en misión imposible. Y me avergonzaba pedir favores a contactos profesionales para que vinieran a hablar a los chicos gratis et amore.
Yo también he dado charlas, sin cobrar y cobrando. Y tú sabes, perfectamente, cuándo se están riendo de ti y cuándo no lo están haciendo.
Y esos dos se estaban riendo.
Así que me fui de ese sitio ante su asombro. Me fui tranquilo y con la cabeza alta, como le hubiera gustado hacer a aquel morlaco que recuerdo de mi niñez. A veces pienso que escapar de allí fue escapar para siempre del barrio, con todo lo bueno y todo lo malo que eso supone.
Sólo vuelvo a Matadero de vez en cuando, con visado de turista, por así decirlo.
Mañana iré a ver una exposición de Klimt con mi familia y me hace mucha ilusión. Por supuesto, les contaré la historia del toro.