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Siempre seremos los mejores

Aunque no somos Sherlock Holmes ni el Doctor Watson, mi amigo James y yo quedamos, de vez en cuando, para filosofar y resolver enigmas del pasado. Nosotros, que conste, no somos ni viejos ni solterones como ellos. Tampoco somos filósofos ni detectives. Por edad no fuimos a la guerra ni somos héroes. Pero somos periodistas y nos conocimos trabajando en el Daily London. Y eso marca un carácter.

Estamos casados desde hace más de treinta años con dos mujeres a las que ya debemos unos cuantos favores y un pedestal a cada una. Hace tiempo, pobres, creyeron que iban a compartir el resto de sus días con dos genios de la Literatura, como si James y yo tuviéramos un nobel o fuéramos caballeros del Imperio.

Y hoy, a veces, nos maravilla que conserven por nosotros algo parecido al cariño o a la admiración, pese a que hayan comprobado que los trajes de caballero nos vienen siempre grandes, holgados y algo raídos de mangas, como los smokings que se alquilan en las tiendas baratas del otro Londres.

Como ellas son conscientes de nuestras limitaciones —a ver, somos hombres— y como a menudo dicen que no hacemos nada productivo en casa, algunas mañanas de sábado nos eximen de obligaciones y nos vamos a pescar.

Esa historia que poca gente conoce

Entonces, Jim y yo cogemos las cañas y los aparejos, tomamos el tren y vamos al río. De camino nos contamos cómo nos ha ido la semana. Alguna vez suele salir, como tema de conversación, esa aventura de hace mucho tiempo en Camdem, ésa que nos cambió la vida para siempre y que muy poca gente conoce. Entonces, como si un ángel nos pidiera cautela, dejamos de hablar al mismo tiempo. Sobran las palabras. Nos miramos y sonreímos.

—Tienes que escribir esa historia algún día —me dice Jimmy.

—Para qué. Nadie me creería.

—Hazme caso, tienes que compartirla.

—Soy un simple periodista. Algún día. Quizá algún día. ¿Tú crees que tendría futuro como novelista?

Enuncio la idea en tono de broma.

—Son gente de mal vivir —asegura mi amigo mientras pone el cebo al anzuelo—. Ellos dicen que no, pero siempre están perdiendo el culo por ir a Buckingham y conocer a La Jefa.

Nos volvemos a sonreír otra vez en silencio y dejamos que salga otro tema de conversación.

Camdem. De vez en cuando lo recuerdo. Fueron días felices aquellos, aunque con mucho trabajo. Estuvimos a punto de ser dos estrellas periodísticas. Estuvimos.

—¿Sabes una cosa? —dijo James en el momento justo de lanzar la caña

—Dime.

—Que siempre seremos los mejores.

(*) Fotografía: «Trucha de arroyo saltando», de Samuel Kilbourne (1874). Original del Museo de Nueva Zelanda. Mejorada digitalmente por Rawpixel.

Publicado en Microrrelatos

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