Llegué a mi despacho. El display del teléfono me avisaba de que tenía un mensaje en el contestador.
Empecé a escucharlo. Era una voz temblorosa de mujer; no sabía precisar la edad. «Alfonso, ¿ha llegado tu hijo a casa», preguntaba. «Cuando llegue dile que me llame. Por favor».
No sé si os ha pasado algo parecido. ¿Pena? ¿Miedo? Aquella voz y su petición me inquietaban sobremanera. Y, mientras borraba el mensaje, me arrepentí de no haber llamado a aquella mujer y de no haberle dicho que se había equivocado. Me arrepentí de haber borrado el mensaje de una persona que necesitaba ayuda.