Durante muchos años, los domingos fueron mis días de la suerte. Fue curioso. Yo los odiaba sobremanera, como sólo un adolescente solitario puede hacerlo. Hasta que una mañana de un domingo aparentemente gris de abril, recibí una sorpresa. Mi hermana Carmen, que ya estaba saliendo con el que después iba a ser su marido, me dijo: «Ponte ropa cómoda: vamos a montar a caballo».
¡Montar a caballo! Nunca lo había hecho y me parecía una aventura fascinante.
Mi hermana y mi cuñado me llevaron a las afueras de Madrid. No recuerdo el sitio exacto; pero lo que sí recuerdo es que ese día entré en algo parecido al mundo de los adultos, empecé a participar de sus conversaciones. A aquella sorpresa siguieron algunas más que mi hermana y su marido me tendrían preparadas, todas maravillosas, todas iniciáticas, todas pensadas para mí, que se me administraban como la pócima secreta que se le da a un héroe para sacarle del letargo.
Sin esperarlo, varios domingos posteriores fueron también venturosos. Y empezó a crecer en mí la idea de que aquéllos estaban destinados a ser días de suerte. Como era la jornada previa al lunes, cualquier cine, cualquier café con un amigo, cualquier escapada fuera de Madrid tenía doble valor. Puedo contar aquí mil tesoros que encontré en domingo.
Pasaron los años y no me di cuenta de que aquellos días de la semana dejaron de tener su brillo. Estaba tan absorto en otros problemas que no me di cuenta que su luz se había extinguido. Simplemente, los domingos dejaron de ser mágicos porque yo dejé de creerlo.
Lo bueno que tiene la vida es que da muchas oportunidades. Hoy es viernes. Próximo domingo, allá voy. Ya sé lo bueno que escondes.
Y, tú, ¿lo sabes o no lo sabes?