Aunque estábamos a pocas jornadas de llegar a la Ciudad de Plata, las dunas me parecían más inmensas, inhóspitas y crueles que nunca. Cuando cayó la noche, la inmensa caravana de camellos se paró y los guías encendieron varias hogueras para calentarnos y poder dormir por turnos.
Entonces Amira, que sabía que esas no eran mis tierras y que no estaba cómodo viajando por ellas, dejó sólo por un momento a sus hijos y se acercó hasta mí con algo entre sus manos. Era un paquete envuelto en cuero fino y enrollado con un cordel. Al calor de la lumbre lo abrí y vi un qalam, delicadamente tallado con las constelaciones que durante esas noches veíamos en el desierto. Me dijo:
—Te va a dar suerte. Llévalo contigo, cerca del corazón, cuando entres por la puerta de la Ciudad de Plata.
Yo, que soy un hombre de palabra, le prometí que utilizaría ese qalam para firmar mi contrato como maestro de literatura en la madrasa y que también lo utilizaría para escribir los primeros versos que me inspiraran sus jardines.
Pero ahí dije una pequeña mentira. No me inspiraban los jardines: tan sólo me inspiraba ella ella.