Mañana silenciosa de un día de febrero en la comunidad de vecinos. Mi mujer y mis hijas, todavía en casa, están al lado de la puerta, dispuestas para salir a la calle. Afuera hace un frío que pela. En el pueblo donde vivo hay quien jura haber visto a pingüinos caminar por la plaza. No es de extrañar, entonces, que mis chicas vayan bien equipadas: gorros, bufandas, guantes, botas recias contra el frío serrano.
Mi mujer abre la puerta y sale con las niñas al rellano del pasillo.
Entonces se produce. Lo insólito.
Mi hija mayor, Mónica (7 años), empieza a bailar como John Travolta en Pulp Fiction. Evidentemente, ella no ha visto a Tarantino. Pero pone cara de gángster y se mueve de un lado a otro abriendo los dedos de las manos en tijera sobre los ojos, como si se pusiera un imaginario antifaz.
Repito: mañana silenciosa de un día de febrero en la comunidad de vecinos y un frío que pela.
—Pero, Mónica, ¿por qué haces tanto el tonto, hija? —pregunta mi mujer—. Mira que a estas horas…
Entonces mi hija mayor se vuelve hacia mí. Me mira con sonrisa cómplice. Luego se vuelve otra vez hacia su madre y responde:
—Es que papá y yo nos parecemos.
¡¡¡Oooohhhhhh!!! Me imagino tu cara de felicidad durante toda la mañana.
La verdad es que sí, Paula 🙂