Mi padre cumplía años el 1 de enero. A las 00:00 horas, inmediatamente después de comer las uvas, y antes incluso de brindar por el Año Nuevo, le dábamos un beso de felicitación y le cantábamos el Cumpleaños Feliz. El pobre siempre se hacía el sorprendido, pero en el 80% de las ocasiones, el regalo que le caía era una camisa, generalmente de cuadros. El otro 20% de las ocasiones era una colonia.
Él ya sabía cuál iba a ser su regalo, como todos sabíamos que él ya lo sabía. Pero daba igual, pues lo especial era el rato que pasábamos juntos, el rito que se había construido año tras año. En el cumpleaños de mi padre, la tradición mandaba que acto seguido a recibir sus regalos, él debía ponerse la camisa y, con ella puesta, brindar con sidra por el Año Nuevo y comer el turrón, los polvorones, las peladillas.
Al día siguiente, cuando nos despertábamos, la tradición consistía en oír el Concierto de Año Nuevo y ver (de forma casi simultánea) los saltos de esquí.
El otro día, mi hermana Carmen me dijo que mi padre nos hacía un zumo de naranja al levantarnos. Sinceramente, yo no lo recuerdo. Quizá existan distintos recuerdos y distintas realidades.