«Ya sabes: de casa al bar y del bar a casa», me dijo.
Empecemos por el principio. Él era mi vecino de plaza de garaje y no le veía desde hacía semanas y semanas. Le distinguí desde lejos y, la verdad, me dio alegría verlo. Tanto, que le saludé incluso antes de que nuestros pasos se cruzaran. Lo hice con la mejor de mis sonrisas, levantando la mano desde lejos como si viviéramos en un entorno rural.
—¡Cuánto tiempo sin verte, qué alegría! —dije.
Y entonces él, con una sonrisa que hasta entonces nunca le había visto, me respondió eso de: «Es que cada vez salgo menos de casa. Ya sabes: de casa al bar y del bar a casa».
Esa sonrisa nunca se la había visto. Ni ese hablar, como si me estuviera vacilando.
Coño. Ese tipo no era mi vecino de garaje. Me había equivocado y aquel hombre había decidido seguirme la corriente.