Esta tarde terminé las clases, almorcé rápido y fui hasta el centro de la ciudad para comprarme unos rotuladores con los que hacer caligrafía. Caminé calle Madrid abajo y me di cuenta de que, aunque desde hace algunas semanas es otoño, en Getafe parece que todavía es primavera. Las terrazas estaban llenas de gente apurando sus postres, tomando un café o charlando. La gente mayor estaba sentada plácidamente en los bancos, y muchas parejas de jóvenes caminaban cogidos de la mano, ilusionados, como si supieran que la vida iba a sorprenderles con pequeños tesoros.
En esta época del año, a primera hora de la tarde, las sombras de los árboles son un poco más alargadas que aquéllas a las que nos tuvo acostumbrados el verano. Se han ido las golondrinas, pero se escucha el alboroto de los gorriones y de los niños que acaban de salir del colegio.
De repente, recibí por whatsapp una noticia mala (o quizá no tan mala, pero de ésas que dejan mal cuerpo). Apuré el paso para volver a la Facultad, tomar el coche y volver a casa.
He dicho antes que inicié el paseo buscando rotuladores para hacer caligrafía. No sé si lo sabéis, pero uno de los principios básicos de la caligrafía (y también de la tipografía) es el contraste. Contraste entre los trazos finos y los trazos gruesos de una letra; contraste entre el negro de los trazos y el blanco que los envuelve o que se cuela dentro de ella.
Sin contraste, las caligrafías y la tipografías son planas, sin emociones. Pueden ser muy legibles, pero no tienen alma.
La vida, sin contrastes, también es plana y sin emociones.
Sé que los contrastes son buenos, pero hay algunos que joden mucho.
Sí, joden algunos.
Tendremos que hacernos a la idea, José. En fin.