Fue hace mucho tiempo. Recuerdo que ese día yo llevaba mi única chaqueta, de lana marrón, muy a la moda, que conjuntaba muy bien con una camisa blanca y con vaqueros nuevos, sin desgastar. El caso era dar una imagen moderna pero con seriedad, y así salí de casa para ir a aquella entrevista de trabajo.
El empleo para el que quería postularme era el de corrector de una editorial especializada en textos legislativos. Yo había escrito sobre legislación en un periódico y estaba confiado en que podría enfrentarme de forma digna a una entrevista laboral.
Con la hora pegada
El caso es que la editorial estaba en un polígono industrial alejado de la mano de dios. Por entonces no conducía y llegué allí en transporte público, que me dejó en uno de los lindes del polígono.
Viernes por la tarde de primavera. Calor. Ni un alma en los alrededores. Y aunque había salido con tiempo de casa, ya llegaba tarde.
¿Os acordáis de esa frase buenrrollera de «¿Qué puede salir mal?» Bueno, pues en mi cabeza sonaba la contraria, la de «¿Qué puede salir bien?» Porque no había ningún indicio de que algo bueno pasara esta tarde.
De repente apareció un ángel en forma de mensajero: un chico más joven que yo, muy delgado y de piel muy morena, subido en un ciclomotor.
—Oye, perdona —le paré poniéndome en medio de la carretera de ese polígono desierto—. ¿Tú sabes dónde está la calle Tal?
—Sí, claro, está allá, al otro lado. Ponle cinco calles en esa dirección.
—Joder. Necesito llegar a una entrevista de trabajo. ¿Podrías llevarme, por favor?
El chico miró a un lado y tomó la decisión en una décima de segundo.
—¡Sube, que te llevo!
Aquella vespino estaba trucada, seguro, porque no era normal lo que corría. No nos caímos de milagro, al derrapar en una de las curvas.
—Ya estamos aquí. Que tengas suerte en la entrevista.
No me dieron ese trabajo. Pero mi premio fue haber encontrado a un ángel en vespino.