{«type»:»block»,»srcClientIds»:[«c7d17579-b31d-4172-a241-d9ab564b81cb»],»srcRootClientId»:»»}Vuelvo de Oporto y estoy sentado al lado de la ventanilla. Vuelo por encima de las nubes. Ha sido un viaje de trabajo y, quizá por ello, estoy más preocupado de la cuenta por lo que deparará el destino.
Vuelvo de Oporto y pienso: «Hay que aprender de esta gente, que hace muchas cosas con pocos medios». Pienso que ya no tenemos nada material que vender. Sólo nos quedan las ideas. Sólo nos quedan las palabras.
Tengo una facilidad innata para librarme de la catástrofe en el último momento. Si fuera un jugador de fútbol, se diría que estoy atento a las segundas jugadas, a los rechaces, a los rebotes. Si fuera un jugador de naipes diría que aún no tengo un as en la manga, pero sé, tengo la absoluta certeza de que me va a venir en la próxima mano.
Vuelo por encima de las nubes y pienso qué haría si dejara de ser profesor universitario, si no me renovaran el contrato. No sé. Seguiría por algunas escuelas de negocios, quizá tendría que volver a la consultoría. Ideas y palabras.
Y recuerdo la aparición en televisión de un político con verborrea populista que dice que nuestro idioma es nuestro mayor tesoro. El castellano. ¿Y si fuera profesor de castellano? Castellano para extranjeros. Podría ser una opción. Antaño me doctoré en Literatura y también obtuve el Curso de Adaptación Pedagógica con el ánimo de ser profesor de Lengua y Literatura en centros de secundaria.
Hago una foto a la ventanilla. Pienso en los nombres de mis hijas y de mi mujer y en las palabras que me susurran en vídeos que me mandan cuando no estoy con ellas. Sólo me quedan las palabras por encima de las nubes y escribo con tinta indeleble: Amor y Vida, Amor y Vida.