Fue esa noche, a las afueras del pueblo, cuando Zorro comprendió que la Justicia Divina era un invento de los humanos. Así ellos podrían seguir enfadados unos con otros y jurarse odio hasta el final de sus días.
La idea de la Justicia Divina era seductora. Y erigirse en su brazo ejecutor debía ser, sencillamente, maravilloso. Zorro ya se imaginaba a sí mismo tapando con cera los cañones de la escopeta del cazador para que ésta le explotara en la cara. O manipulando sus cepos para que se cerraran en su mano. O asustándole para que cayera por un precipicio.
Qué maravilla.
Pero pensó que si hacía eso se convertiría en hombre. Y Zorro era sólo eso: un zorro. Ya le había costado mucho ser vegetariano. El camino estaba iniciado: de ningún modo podía volver atrás.
Alzó las orejas. El viento de la noche le trajo el murmullo de unos humanos. Había que irse. Miró a la espesura del bosque. Intuyó el brillo de guardianes, protectores y otros hermanos. Y hacia allí encaminó sus pasos.