Corría el año en que el Kaiser había muerto y también había fallecido nuestro padre. Aquella noche mi hermano y yo salimos al bosque para aclarar nuestras diferencias. Él llevaba una pistola y yo otra. Ambos las escondíamos y ambos sabíamos, también, que las íbamos a utilizar. La luna estaba grande, más de lo normal. Los grillos aún cantaban. Fuimos a un claro para vernos bien y tomamos distancia. No mediamos palabra cuando desenfundamos. Ni a él ni a mí nos temblaba el pulso. Antes de terminar de apuntar, mi hermano se encogió preso de dolor, soltó la pistola y se llevó las manos a las sienes. Me preguntó entre dientes:
–¿No lo sientes, Wilhem? ¿No lo sientes?
–¿El qué?
–El temblor, dios mío, el temblor. ¡Me va a estallar la cabeza!
Yo no sentía nada, pero me di cuenta de que los grillos habían callado.
De repente, sí, lo sentí: una fuerza, un temblor que me empujaba hacia abajo. Empezaba a destrozarme por dentro con una presión descomunal, como si dios me apretara con un puño. Mi hermano miró hacia arriba y yo también. La Luna se hacía cada vez más y más grande. Venía. Venía. Venía hacia nosotros. Lo supimos entonces: la Luna iba a chocar contra la Tierra. Yo también solté la pistola.
Todo empezó a temblar a nuestro alrededor y oímos un rugido tétrico.
Nos miramos y comprendimos qué estúpido puede ser todo.