Ahora que vuelvo a escribir poesía me acuerdo de Marga, una profesora de Literatura que tuve en el Instituto San Isidro.
La primera imagen suya que me viene a la cabeza es ella bajando de un taxi, en la puerta del Instituto, con cara de llegar con el tiempo justo a las clases. Por aquel entonces, creo, ella no llegaba a los cuarenta años. La recuerdo alta y fibrosa, con la nariz algo aguileña y una inconfundible voz, pelín áspera, domada a base de cajetillas de tabaco y de poesía recitada en clase. Era rígida y flexible al mismo tiempo, distante y cercana a partes iguales. Marga era buena, muy buena. Como persona y como profesora. Y, al igual que otros profesores de los que hablaré aquí, tenía una luz especial.
Ahora que soy profesor, sé que todos los compañeros del gremio tenemos un currículum personal, un currículum oficial y otro oficioso elaborado por los alumnos. Y, también, ahora que soy profesor, sé que, en cierto modo, todos mienten. El currículum oficioso de Marga decía que había sido pareja de un conocido cantautor. No podía ser de otra manera: en nuestra imaginación adolescente, Marga conocía a cantautores, escritores, políticos, artistas de la Movida.
Había que estudiar mucho con ella. Después de haberme suspendido en un examen, me dijo que yo escribía muy bien, pero que, realmente, yo no contestaba a lo que ella preguntaba. En lo segundo tenía toda la razón del mundo.
Pese a que era algo dura, todos la queríamos y la respetábamos.
Un día, Marga cayó enferma y, durante un tiempo, dejó de venir a clase. La volvimos a ver en la fiesta del Instituto, en los días previos al 15 de mayo. Plena primavera. Apareció en el salón de actos del brazo de un profesor amigo. La imagen nos impresionó. Estaba desmejorada, muy-muy delgada y, con pasos muy cortos, apenas podía andar. Nos saludó con una sonrisa cariñosa y se sentó.
Todas las fiestas de los institutos son iguales en todas las partes del mundo. Pero esa fiesta era especial para mí.
Por aquel entonces yo tenía, creo, 17 años, y había empezado a escribir versos. Animado por un extraño valor, me presenté al concurso de poesía del instituto; sorprendentemente conseguí el segundo premio. Aún guardo, con muchísimo cariño, el diploma escrito con caligrafía inglesa que me entregaron aquella tarde, delante de todos mis profesores y compañeros.
Sin embargo, el premio, el verdadero premio, fue lo que pasó instantes antes de recibir el diploma y en el momento justo de tenerlo en las manos. Lo que voy a referir no lo vi, sino que me lo contaron varias personas que estaban sentadas cerca de mi profesora. El profesor amigo con el que vino, quien la llevaba del brazo, justo antes de la entrega de premios, la animó a salir del salón de actos para que se fuera a descansar a casa.
—Ni hablar —espetó Marga— van a dar un premio a Juan Pedro.
Esperó. Y sólo cuando dijeron mi nombre, sólo cuando subí al escenario y recogí el diploma, sólo entonces, ella pidió ayuda a su amigo para levantarse de la silla e irse a descansar, con los mismo pasos con los que había llegado.
Quizá hable aquí de algunos de mis profesores. Perdonad la osadía. No es por exhibicionismo. Veréis: dicen que todo lo que deja de nombrarse deja de existir. Y yo no quiero que mis profesores se diluyan. Les debo mucho. Les debemos mucho: algo más que calificaciones, algo más que conocimientos.
Os quiero. No olvidéis ser felices.