En uno de sus artículos, Jorge Luis Borges recordaba que la reina María Estuardo lucía un anillo con la siguiente inscripción: En mi fin está mi principio. Borges se valía de esta imagen para lanzar un mensaje optimista: como si de un anillo se tratara, cuando algo termina, por lógica, algo también empieza, con todo lo bueno que ello puede traer. Su mensaje tiene mucho más valor cuando sabemos que, en el momento de escribir el texto, se estaba quedando ciego.
Muchas veces he recordado aquel artículo que leí por primera vez, hace mucho tiempo, en un tren. Yo tenía entonces diecineve años, estaba vestido de militar y volvía al cuartel tras unos días de permiso. La mili fue para mí (y para otros muchos) una faena obligada e inevitable: había iniciado mis estudios universitarios y debía aparcarlos durante un largo año. Además, había tenido que abandonar mi ciudad para vivir durante doce meses en la Base Naval de Rota. Vestido con el uniforme, nervioso por el viaje y por saber qué me encontraría a la llegada, aquel artículo supuso para mí un mensaje, el gesto cómplice de un hombre que –a través del tiempo y desde otro lugar– tenía el valor de sobreponerse a un fatal destino.