Me miraban. Aquellos era unos árboles inmesos, tan grandes que mis brazos no podían abarcar sus troncos cuando intentaba abrazarlos. Ni un gigante podría hacerlo. Habían crecido cerca del acantilado; el viento movía sus ramas y el canto de sus hojas se fundía con el de las olas del mar. El tiempo y la humedad habían vestido de verdín la corteza de sus troncos. Al apoyar mi cara sentí fresco y vida. Una gaviota pasó cerca; me dejó estar.
Unos árboles inmensos
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