Seguro que alguna vez os habéis parado a ver bien cómo dos personas mayores bailan un pasodoble. Es una de las escenas más bonitas que presencio en las fiestas de los pueblos o en alguna que otra celebración a la que nos invitan. Cuando la banda empieza con los primeros compases, se oye un ohhh grande y las parejas se juntan para bailar. Hay pocas parejas de jóvenes que lo hagan bien. Pero, de personas mayores, todas, todas lo bordan: se miran a los ojos y se dicen te quiero con la mirada, un te quiero que ha superado las embestidas de la vida y les de la tregua de la vejez. Te quiero, se dicen con los ojos y, después, juntan las caras con media sonrisa, como si quisieran agarrar ese momento, como si quisieran que durara para siempre o como si recordaran los cientos de pasodobles que han bailado juntos antes.
El otro día estuvimos en la fiesta de un pueblo de Segovia y, evidentemente, hubo tiempo para el pasodoble. Yo me senté a un lado para ver a las parejas. Entonces se me acercó mi hija mayor y me dijo:
–Papá, ¿bailas?
–Qué va, hija. Nada, nada. Yo soy muy malo en esto.
–Venga, papá, anda: baila conmigo.
Entonces le miré a los ojos y me di cuenta de que, joder, el tiempo pasa rápido, muy rápido. El tiempo vuela y es una putada como una catedral.
Me levanté y le dije:
–Claro que sí, cariño, bailamos. Pero soy muy malo en el pasodoble, ¿eh?
–No pasa nada, papá, te llevo yo si quieres.
–Ah, no; eso sí que no: en el pasodoble, hija, te llevo yo.
Y bailamos.
Os quiero mucho, verdianos.