Menú Cerrar

La tribu

Mi padre se quedó huérfano de madre a los 3 años. Quizá por eso, mi abuelo (que no sabía bien qué hacer ni con él) le puso a trabajar desde niño. A los 9 años mi padre entró como aprendiz en un taller de zapatero. Estudió hasta donde pudo: le gustaba mucho leer y dibujar y en su adolescencia se leyó todos los Episodios nacionales, de Galdós. A los 14 empezó en los ferrocarriles, como fogonero, echando carbón a una locomotora. Luego pasó a ser mecánico. Nunca fue jefe, pero con los años se ganó el respeto que se otorga a los veteranos. Para mi padre (que hoy tiene 82 años), el trabajo era algo más que trabajo. Era la vida misma, como para tantos y tantos niños que tuvieron que vivir la posguerra. Mi padre me ha confesado que muchas noches, en la mesa, cuando él era niño, lloró de hambre.

Años 70. Cuando yo era pequeño, mi padre me llevaba de vez en cuando a su taller. Para mí todo aquello era maravilloso. Las instalaciones eran inmensas y me gustaba aquel olor a electricidad y gasoil. Las locomotoras eran enormes; infundían respeto. Mi padre me enseñaba los fosos en los cuales se metía para revisar los motores y también me enseñaba aquellos otros motores, grandísimos, que habían tenido que sacar del vientre de las locomotoras para repararlos. Era, sencillamente, increíble.

En el taller tenían dos mascotas: Hilarín y Loli, dos perros vagabundos que habían adoptado y que andaban a sus anchas por aquí y allá sin molestar nunca a los trabajadores. Recuerdo sus miradas inteligentes y cómo aquellos animales se acercaban a mí, al niño que yo era.

Una de mis visitas coincidió con el turno del almuerzo. Entonces, los operarios se sentaron en círculo, sacaron sus tarteras de aluminio, las abrieron y se pusieron a comer en silencio. No os puedo explicar ese momento. Era silencio de gente que estaba cansada. Allí estaban los buenos amigos de mi padre, hoy ya fallecidos, como Apa y Ciri. A éste último le vi sacar un bocadillo de una bolsa de deporte. Para darle más coba, no se lo comió tal cual, sino que lo abrió y primero dio cuenta del jamón y luego del pan, que iba cortando lentamente con una navaja, como si fueran gajos de una manzana.

Recuerdo también que, cuando iba al taller, todos los compañeros de mi padre me saludaban con una mezcla de respeto y cariño, quizá algo distante (¿cómo podrían tratar aquellos hombres rudos a un niño pequeño?): «Pedro, ¿éste es tu chico?», le preguntaban. «Sí, éste es el mayor».

Año 2014. Cada verano, cuando ellas ya han terminado el colegio, suelo llevar a mis hijas a la Universidad, a mi Facultad. Me gusta que vean el departamento, el ambiente donde yo trabajo. Me gusta que conozcan a mis compañeros y que mis compañeros las saluden. «Juampe, ¿son tus niñas?» «Sí,  ésta es Mónica y ésta es María. Se quieren mucho [pausa] cuando no están peleándose».

Hubo una época en que creía que todas las historias son diferentes. En verdad sí lo son. Pero también es verdad que, en esencia, todas las historias son más parecidas de lo que nosotros nos creemos. El otro día, cuando mis compañeros saludaban a mis hijas me di cuenta de que estaban siendo aceptadas en la tribu, tal como me aceptaron a mí los compañeros de mi padre, esos hombres de mono azul manchados de aceite y gasoil, capaces de dar vida a inmensas maquinarias de acero.

La vida se repite. Y, a veces, eso es lo bueno y lo malo de esta gran broma.

Publicado en Lo más leído, Recuerdos

3 comentarios

  1. Paula

    ¡Qué bonitoo!
    Yo creo que hacemos muchas cosas,sobretodo cuando somos padres,por imitación.Pero no copiamos,no,creo que repetimos aquello de lo que nos impregnamos en nuestra infancia/adolescencia.
    Me emocionó mucho leer que tu padre ha llorado de hambre siendo niño(el mío también vivió la hambruna). Me encanta que se llame Pedro,como mi hijo

    • Juan Pedro Molina Cañabate

      Estoy completamente de acuerdo con tu reflexión, Paula. ¿Sabes lo mejor de todo esto? Cuando tienes 20 años eres crítico con tus padres, pero ahora (que sabes lo que es esto) te das cuenta que lo hicieron lo mejor que pudieron o supieron. Y reconciliarte con ellos supone también reconciliarte un poco contigo mismo. Un beso muy-muy-muy-muy fuerte

      La generación de nuestros padres lo pasó fatal. Y es increíble cómo consiguieron remontar. Ya sabía que tu hijo se llama Pedro 😉

      • Paula

        Síí,qué importante es reconciliarse con ellos y con uno mismo.No hace mucho aprendí que nuestros padres son los mejores que pudimos haber tenido. Con todo lo bueno,lo malo y lo regular,son los mejores para nosotros,para estar dónde y cómo estamos.
        Bueno,que a veces voy a talleres,charlas,cursos,leo libros…que mis hijos dicen son de «oh,la vida» jajajaja y aprendo muchas cosas de este estilo,ya sabes…»oh,la vida!»

        Un súper-abrazo y besos,Juampe. 🙂

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *