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¡Buenos días, John!

Salí del metro por una boca equivocada, a unos trescientos metros de mi punto real de destino. Lo primero que advertí es cómo cambia una zona según varíes la perpectiva desde la cual la observes. Eran tan sólo trescientos metros, pero parecía un barrio totalmente distinto, incluso con vistas a un edificio neomudéjar en el que nunca había reparado.

Como no quería sacar el móvil, me acerqué a un kisoco de prensa para preguntar por la plaza a la que me dirigía. «Allí mismo está», me dijo el kiosquero, señalándome la dirección con la barbilla. «Gracias, señor», contesté. Desde hace algunos años me da por tratar con toda deferencia a aquellas personas que parece que pasan desapercibidas para la mayoría.

Cuando iba a echar a andar, me di cuenta de que, a a mi lado, también se ponía en marcha un caballero de unos sesenta y tantos años. Llevaba gorra de visera con cuadros príncipe de gales y vestía traje elegante pero de sport. Se ayudaba de un andador. Era algo más sencillo y no tan aparatoso como lo llevan algunos ancianos. Quizá porque a esa edad uno aún no lo es.

El kiosquero se despidió de él:

–¡Buenos días, John! ¡Hasta luego!

Ese señor se llamaba John y, a tenor del cabello pelirrojo que aún se le adivinaba entre las canas, bien podría ser inglés o americano. Para perder algo tiempo, me paré a posta en el escaparate de un comercio. John siguió adelante ayudado con su andador. Al pasar por una frutería, el tendero le dijo: «¿Adónde vas, John? ¿A desayunar? ¡Buenos días!»

Parecía como si a la gente le encantara su nombre.

Le adelanté y me metí en una cafetería. Para mi asombro, tras unos minutos, John pasó detrás de mí. Dejó el andador y se sentó en una mesa. Desde la barra, la camarera tomó un vaso, se lo enseñó y le preguntó:

–John, ¿quieres ahora un zumo de naranja o lo prefieres dentro de un rato?

–Dentro de un rato –contestó él, con un acento lejanamente inglés.

Vino un amigo suyo, un hombre español, casi de la misma edad, y se sentó a hablar con él en la mesa. John cruzó las manos encima del tablero. Era curioso: era extranjero pero tenía una alianza en la mano derecha, como los españoles.

En cierto momento, él reparó en mi presencia. Se me quedó mirando, como si reconociera en mí un pasado lejano.

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